domingo, 26 de julio de 2009

El poder de agitar una palabra.

Da gracia que Richard Dawkins gaste su dinero financiando unos campamentos de verano tipo Krusty, el payaso, en los cuales se propone promover, entre los incautos que caen en él, lo que el mismo Dawkins llama "actitud escéptica". No tengo nada en contra del escepticismo; al contrario, estimo que el escepticismo es el orto mismo de la racionalidad. Pero da gracia que el escepticismo de Dawkins se quede a la mitad del camino, que se arrugue apenas se topa con una palabra. Sí, con una palabra, ni más ni menos, cual si la tal palabra saliese de la boca de un hechicero. Esa palabra se deletrea: "ciencia". Sí, ese vendedor de embelecos llamado Richard Dawkins no se siente obligado a consentir en lo que demuestre la ciencia, sino en consentir cualquier opinión con tal de que alguien, de su agrado, diga que lo que dice es ciencia.

El campamento de los acólitos de Dawkin no promueve el respeto a la ciencia, sino a la palabra "ciencia", que no es lo mismo; porque ponerse a agitar la expresión "método científico" es agitar un flatus hasta que no se demuestre científicamente que el tal método a que se refiere la tal expresión es científico en verdad. Pero la definición que Dawkins y sus fans admiten de método científico es indemostrable científicamente, por lo menos es indemostrable conforme a lo que ellos admiten como demostración científica. Sería bueno que el escepticismo no se detuviera ante la definición de método científico que se enseña en las escuelas como dogma, sería bueno que Dawkins y sus esbirros se decidieran por fin a desprenderse de su concepción mágica del lenguaje (a la usanza de las que se exponen en el Cratilo de Platón) y se percaten de una vez que la relación entre significado y significante no es inmediata y que, por lo mismo, no es infalible, exige prueba, está sujeta al escepticismo.